Lágrimas por Miwa
Miwa tiene 42 años y nació en el Congo. Hace ocho meses tenía un trabajo de traductor y vivía con su mujer en Madrid esperando que un día la Delegación del Gobierno le concediera el privilegio de reagrupar a sus hijos en España.
Miwa es negro. Eso no lo hace ni mejor ni peor que tú. O que yo que no lo soy. Eso sólo lo hace diferente a la mayoría de las personas que viven a su alrededor, diferente de aquellos con los que se cruza, de la señora de la tienda donde compra el pan, del cajero del supermercado, cada vez son más a su alrededor los que son como él, pero en el metro, en el bar o en El Corte Inglés sigue siendo distinto.
Es distinto porque su piel es distinta, pero Miwa quiere a su esposa, añora a sus hijos, se rebela contra la injusticia y tiene miedo. Por eso, hace ocho meses, cuando un malnacido que se había rapado la cabeza para que se pudiera ver con claridad que carecía de neuronas, le insultó sintió miedo. Mucho miedo. Y cuando le propinó aquella paliza le dolían los huesos, la espalda, los músculos. Pero, sobre todo, le dolió el alma cuando descubrió que aquel maldito había acertado con su médula y le había condenado de por vida a quedarse atado a una silla de ruedas.
Ahora, a Miwa le duele el alma y le quema la sangre ver como aquél que le cambió la vida continúa paseándose por la calle como si tal cosa. Su caso no tuvo una cámara de televisión que sirviera para que Fernández Bermejo, la Fiscalía, los jueces y los periodistas del vertedero hicieran el ridículo.
Miwa ayer quiso gritar desde su silla de ruedas porque ha visto que la Justicia española le ignora, que el Estado de Derecho se acaba en la puerta de su casa. Al verlo postrado en su cárcel móvil lágrimas de solidaridad se han derramado por mi mejilla y aunque sé que los hombres no deben llorar, siempre me ha parecido de más hombría llorar por un amigo malherido que golpear a un hombre indefenso.
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