lunes, 13 de abril de 2009

Más de amor, juventud y violencia

Hoy he contemplado una escena que me ha hecho acordarme de la "polémica" que se ha generado en los comentarios a raiz de mi anterior escrito sobre Marta del Castillo y que no me resisto a reproducir.

Volvía de correr por el Paseo Marítimo cuando, a la altura del Hotel Playa, fui testigo de una situación bastante desagradable. Pese a mi reconocida incapacidad para acertar con las edades a primera vista, no creo que ella tuviera más de dieciseis años. Él, los mismos, o si acaso uno más. Ella con el pelo planchado, morena, no muy alta, con esa cara dulce que tienen las chicas guapas a esa edad cuando para sus padres aún son niñas, pero para los demás empiezan a dejar de serlo. Él, teñido, delgado, con aires de grandeza le gritaba de forma desaforada a aquella chica. No sé lo que decía. Creo que a nadie le interesaba. Ella le recriminaba que estuvieran llamando la atención. Él la repelía con un "me suda la polla que mire la gente". No hubo violencia, al menos no física pero si existe una definición de violencia verbal estaba contenida en aquellos gritos que superaban lo que yo habría aguantado de cualquiera, lo que jamás quisiera que una hija mía soportara.

Me fui a casa a ducharme y dejé los gritos y la situación incómoda detrás. Según el Ministerio de Igualdad no hice lo que debía, pero no puedo considerar que esa chica necesitase mi tutela. Para mi es un ser humano igual que el malnacido que le gritaba y tiene su plenitud de condiciones para ir a la policía, al juzgado o, simplemente, mandar bastante lejos a ese maltratador en potencia. 

Sinceramente, no sé lo que hizo la chica. No sé si se marcharía o, al final, todo se solucionaría con los besos, las promesas y las caricias que son el anticipo de lo que volverá a suceder. El día que él pase de los gritos a los golpes esta pequeña historia protagonizara los telediarios, se desatará una ola de solidaridad, de tristeza, de impotencia. Pero, por mucho que me cueste, no tendrá mis palabras de ánimo.

Porque mi corazón está con aquellas mujeres que tragan hiel por querer eternizar el infierno que es su casa con el único objetivo, absurdo pero sincero, de que sus hijos mantengan lo que de siempre se ha considerado la normalidad familiar. A esas que soportan estoicamente en nombre de sus hijos, de su futuro o de cualquier otra razón irracional la violencia que ejercen contra ellas unos malnacidos que se creen con derecho de propiedad porque un día ellas se dejaron amar o, en los menos de los casos, los amaron, las considero mártires y creo que la sociedad tiene que gestionar todos los sistemas posibles para que se sientan seguras al dar el paso que les salve la vida. 

Cuando dos personas se dicen si quiero, en el altar, ante un concejal, en el juzgado o a los ojos deben partir de una condición mutua de igualdad, respeto y generosidad. Eso es el amor para mi y ese es el que trato de aplicar, siempre que puedo con la mujer que comparte su vida conmigo. 

Sin embargo, cuando una chica en la flor de la vida aguanta vejaciones es que su concepto de amor está tremendamente viciado. Ellas deben ser las primeras que conciban su igualdad como algo real y sólo tomen aquello que les interese, den el paso e ignoren y olviden a todos esos macarras como el de esta historia. Ese será el primer paso para acabar con la violencia contra las mujeres, que aquellas que pueden obtengan el respeto que merecen a base de imponer su dignidad como personas.

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