jueves, 30 de julio de 2009

Censura

Cuentan que hace años, en este mismo Estado cuyos impuestos tenemos el placer de pagar los asalariados, había unos señores con un bolígrafo rojo en ristre que revisaban periódicos, revistas e, incluso, letras de Carnaval para evitar que nada de lo que se hiciera público agrediera los siempre delicados principios de la moral católica o la férrea defensa de las bases del régimen fascista.


Cuentan que los más afortunados tenían proyecciones previas de las películas para que pudieran meter la tijera y cercenar las obras cinematográficas en los puntos con exceso de carga sexual porque, al fin y al cabo, ese ha sido siempre el gran problema del catolicismo, que explica muy mal los asuntos de cama y prefiere mutilarlos a asumirlos. Otros deambulaban por los camerinos y pasillos de la televisión española (la única) indicando qué escotes eran demasiado pronunciados y qué faldas demasiado cortas.

Cuentan lo de los censores porque eran otros tiempos que a muchos de los que nacimos con la Constitución nos parecen lejanos. Tiempos de oscurantismo y censura, tiempos sin libertad de información (ni el resto) en el que en cada Ministerio, Gobierno Civil u oficina pública, a sueldo del Estado estaban estos personajes papistas como el Papa, franquistas como Franco, retrógrados y oscuros, guardianes de un sistema que les alimentaba.

En democracia no hay censura, dicen algunos adalides de la libertad. Falso. No sólo porque los medios de comunicación ejercen su propia autocensura para evitar contrariar a la mano que les mece su cuna, que puede ser la izquierda o la derecha, según el caso. Tampoco es sólo la autocensura del periodista que sabe que sobre este tema no tiene que escribir (hablar/dibujar) para evitar problemas. Ni siquiera se acaba la censura con aquellos fiscales que persiguen a los que dibujan o critican al Rey.

En los ministerios (y demás organismos públicos y privados) sigue habiendo censores, aunque ya perdieron ese nombre. Ahora se llaman Jefes de Prensa pero siguen siendo estómagos agradecidos cuya única misión es tratar de filtrar la información que sale para evitar el desgaste. Normalmente se hace de forma sibilina. El bolígrafo rojo y la tijera se quedaron en el despacho y ahora se utilizan las amenazas, las insinuaciones y las llamadas. Siempre con discreción. O casi siempre. Porque a veces, la tensión, el desconcierto te llevan a meter la pata y, evidentemente, si te toca ejercer de censor en el Ministerio de Trabajo con el ínclito Corbacho (el ministro, que no el humorista) tienes que estar muy tensionado y desconcertado.

Esa tensión y desconcierto llevó al censor a sueldo del ministro de Trabajo (ni sé su nombre ni me interesa) a amenazar al periodista que realizó una pregunta en el momento en el que ni el ministro ni el censor querían. La amenaza es clara y más viniendo de un personaje que pertenece al mismo Gobierno que está detrás de la televisión que paga al reportero. Yo, en su caso, iría preparando las maletas. Aunque moriría matando, como ha hecho él, revelando ante la opinión pública el tipo de censores que tenemos hoy en día en nuestros ministerios.

Supongo que al censor del ministerio de trabajo lo cesarán en breve. Que nadie eche cuentas, porque lo sustituirá otro, con el mismo objetivo, pero con mejores modales. Uno que temple sus nervios y que en lugar de amenazar ante la cámara llame directamente al jefe del periodista. Resulta más fructífero y ahorra trances como el que se muestra en las imágenes.

1 comentario:

P dijo...

La vida es esto. Prestémosle atención a los
detalles. Al calorcito humeante del pis, a sacar la basura, a viajar apretados
en colectivo. Si no disfrutamos eso, ¿qué nos queda?